Ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que la Familia Real de España, decidiera veranear en Mallorca. Se trataba de una opción novedosa, ya que durante la Restauración, tanto la Reina Regente Mª Cristina de Habsburgo-Lorena como Alfonso XIII habían preferido las costas cantábricas, tal y como, recuerdan los palacios de Miramar en San Sebastián y, en Santander, La Magdalena. Como es natural, la isla, cuya fuente primordial de ingresos es la actividad turística, acogió la elección con todo el calor e interés por una presencia tan emblemática, que suponía propaganda y reclamo de primer orden.
De inmediato, se planteó la necesidad de procurar una residencia digna y cómoda, puesto que el escenario de representación ya lo proporcionaba el histórico palacio de La Almudena. Fue así como las autoridades isleñas decidieron ofrecer y acondicionar el palacete de Marivent, que goza de un emplazamiento privilegiado en la Bahía de Palma. Se trataba de la antigua mansión de un acaudalado residente griego, que, en disposición testamentaria, la había legado, por vía de Fundación, para marco de exposición de sus colecciones y otras actividades culturales, que distaban de haber tenido relevancia. Se estimó, por ello, que la mejor función que podía asumir el edificio era transformarse en residencia regia de verano, que aunase a la comodidad, tan deseable en esta época, la prestancia y el decoro imprescindibles.
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