Resulta imposible empezar este viaje por Calella de Palafrugell, la que es la niña mimada de la Costa Brava, sin nombrar a Josep Pla, su hijo predilecto, escritor y periodista, y quien mejor supo describir la totalidad de su belleza (usted me perdone, señor Pla, si es que me está leyendo desde alguna parte del universo). Y volviendo a sus letras, al Quadern Gris de 1966 y a la Guía de la Costa Brava de 1941, una se da cuenta que los pequeños placeres de la vida por mucho que pase el tiempo siguen siendo los mismos. Calella de Palafrugell es simétrica, perfecta, agotadoramente bonita e irremediablemente seductora.
Y caes en la cuenta cuando llegas a Port Bo, entre el Port de Malaspina y las playas d’en Calau, y ves las Voltes, aquellos arcos de un blanco impoluto que tanto ensalzó Pla. Allí todo cobra sentido.
Porque... ¿existe algo más perfecto que ver el mar a través de un arco? Posiblemente no, y así es como comienza el viaje, sentados entre las Voltes de Port Bo, contemplando una playa pintada de barcas, con el sol iluminando el mar de plata, los pinos y el bonito contraste de los colores de Calella. ¡Ah, y una cerveza en la mano!
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