Las costas de Chipiona, Cádiz, presentan a nivel de mar extensas lajas planas de roca. Sobre ellas, el talento intuitivo humano ancestral, para su alimentación, trazó unos recintos cercados por un muro, bajo y de sección redondeada, para la captura de peces. Son los corrales, que hoy siguen curiosamente operando con el mismo sistema de pesca, bajo la mirada de su alto faro.
El corral no es totalmente estanco, sino que comunica con el mar a través de caños o pasadizos enrejados situados en la base de los muros.
El sistema es esencialmente una trampa gigante que aprovecha el ritmo de flujo y reflujo de las mareas.
Con la marea creciente (en la pleamar de las grandes mareas, la cima de la pared puede quedar a casi dos metros por debajo del agua), entra el agua junto con los peces y llenan el recinto. En la vaciante, el agua vuelve al mar a través de los caños, quedando atrapados una parte de los peces. Cuando el corral empieza a “descoronillar”, es decir, cuando empiezan a asomar las puntas de las piedras más altas de la pared, es el momento para la entrada de los pescadores.