Fábricas de Artillería de La Cavada y Liérganes contribuyeron, durante más de 200 años, a hacer más fuerte el Imperio español, obligado a dominar los mares con centenares de barcos bien armados. Fueron, además, exponente de la primera industria siderúrgica de
España, y cambiaron la tecnología artillera de la época.
Los historiadores destacan que el complejo siderúrgico Liérganes-La Cavada, que comenzó a ser operativo para la Corona española en 1627, anotó en sus libros de producción unos 26.000 cañones y centenares de miles de balas de distinto calibre, además de otras piezas destinadas a usos comerciales, industriales –las tuberías de hierro de las fuentes de los jardines del Real Sitio de San Ildefonso y Aranjuez, por ejemplo– y domésticos. Se calcula que fueron talados 10 millones de árboles, lo que provocó la deforestación de 150.000 hectáreas.
Fue la primera industria siderúrgica que hubo en España como tal, hasta que se instala, cerca de Ronda, la Fábrica de Hojalata de San Miguel. Hasta su cierre, en 1834, muchos años después de que la fábrica fuera nacionalizada por Carlos III.
Se calcula que se trataron en sus hornos 300.000 toneladas de mineral, (que provenía de las minas de Heras, Somorrostro y Monte Vizmaya) de las que se extrajeron 100.000 de hierro colado. Dió empleo a un millar de trabajadores. Además de las piezas de artillería, los altos hornos, hornos de reverbero y fraguas produjeron un gran número de objetos de carácter exclusivamente civil, como lastres para buques, tuberías, escudos o herramientas.
Todo comenzó en 1622 con la llegada a Liérganes, procedente de Lieja, de un belga llamado Juan Curcio, que previamente había fracasado en su intento por asentarse como empresario en Vizcaya. A su muerte, en 1628, le sucedió el luxemburgués Jorge de Bande, quien amplió las instalaciones a La Cavada.
El declive de la Marina española, con la derrota de la batalla de Trafalgar, afectó negativamente a la factoría, que entró en una seria crisis de producción, y desde los últimos años del siglo XVIII inició una caída que sería definitiva por tres factores: la falta de demanda de la Marina Real y la escasez de dinero y de carbón. Asimismo, la Corona llegó a alarmarse por la deforestación producida, dado que un barco del siglo XVIII implicaba la tala de 25 hectáreas de bosque.