Fruto de su estancia, ha quedado un centro cultural con su nombre y su tumba en el precioso cementerio de Atuona. Su lápida, no muy lejana de la del también amante de Tahití Jaques Brel, es un centro de peregrinación que, mitomanías al margen, tiene una grata sorpresa. Uno de los atardecer más impresionantes que hemos visto, cuando el sol anaranjado se pega un chapuzón en el mar turquesa, algo que ha pasado cada día en los últimos 109 años y que seguirá ocurriendo, sea lo que sea lo que empuje al visitante o al artista hasta este lugar del mundo.
El ansia depredadora de la que hizo gala Gauguin durante estos años le hizo acabar con la paciencia y los favores de los indígenas y le obligó a ir moviendo su residencia hacia el sur, hasta llegar a Papeari, justo al otro lado del Papenoo. Aquí se conserva, al lado de la carretera que circunvala la isla, el museo Paul Gauguin, con las copias de las obras que en este lugar creó. Es un centro un tanto peculiar, con un estilo japonés injustificado y unas enormes estatuas de Tikis (dioses polinesios) que recuerdan el empeño del artista en preservar las imágenes e iconos religiosos autóctonos y mantenerlos lejos de los intransigentes misioneros.
Antes de dejarse sucumbir por los achaques de la edad y por una sífilis que le roía la salud, Paul tuvo tiempo de proseguir con su viaje marchándose hasta las Islas Marquesas. En Atuona, la capital de Hiva Oa, pasaría sus últimos suspiros, obsesionado con el supuesto canibalismo que sus habitantes practicaban. Una vez se concienció de que esta búsqueda era infructuosa, se dedicó a fastidiar al obispado local y a emprender una lucha judicial en favor de los indígenas. Y aún así tuvo... Leer más ...